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Sabrina Harman: la cara sonriente de la pornotortura

En muchas de sus fotos Sabrina Harman posa con los hombres torturados, pero raramente se muestra a los torturadores.

Sabrina Harman se convirtió brevemente  en cierta forma una súper estrella de los medios. Muy pocos conocen su nombre, y sin embargo, su rostro recorrió el planeta a través de algunas de las imágenes más infames que han salido de la aventura siniestra de la Guerra de Irak. Harman es una de las protagonistas de las fotos de tortura de Abu Ghreib; se le ve posando sonriente y haciendo la señal de aprobación con el puño cerrado y el pulgar extendido hacia arriba en numerosas fotos, al lado de hombres desnudos en posiciones denigrantes o directamente cerca de cadáveres.Harman, una joven de 26 años que se enroló en la reserva del ejército norteamericano para poder pagar sus estudios, nunca se imaginó terminar en un frente de combate. Fue enviada a Irak poco después del discurso en el que George W. Bush, a bordo de un portaaviones, declaró “misión cumplida”, en mayo del 2003; no tenía preparación alguna para cuidar una gigantesca prisión dilapidada que estaba situada precisamente en lo que poco después se convirtió en “territorio enemigo”.

De acuerdo con un artículo de Philip Gourevitch y Errol Morris (The New Yorker), sus compañeros parecen estar de acuerdo en que Sabrina era demasiado amable como para ser soldado, y otros incluso añaden que era incapaz de matar una mosca. Su mayor placer era jugar con los niños iraquíes y darles lo que podía: comida juguetes o ropa. Aunque Harman detestaba la violencia, tenía una compulsión obsesiva por ver y una fascinación por lo macabro, por la muerte y las heridas más atroces. Harman había querido estudiar para ser forense, por lo que se le ocurrió llevar un registro fotográfico de las consecuencias de la guerra en los cuerpos de las víctimas. El 23 de junio fotografió a su primer cadáver.

Pero si bien fotografiaba heridas, extremidades amputadas, cuerpos momificados o cadáveres empacados en hielo, la neutralidad científica de sus presuntos estudios fotográficos desaparecía cuando ella misma posaba junto a sus sujetos con una sonrisa y haciendo la seña del pulgar levantado. Harman y sus compañeros, los no menos famosos Lynndie England y de Charles Graner, tenían la tarea de servir como policía militar en la sección de celdas de inteligencia militar. Pero sus labores se multiplicaron cuando fueron reclutados por oficiales de inteligencia para ayudar en las tareas de hostigamiento y tortura (impedir que los presos durmieran, aplicar técnicas de desorientación sensorial, humillación sexual y para provocar dolor físico y mental).

Aparentemente, Harman fue la primera en tomar fotos de los horrores que tenían lugar durante la noche. Pero en poco tiempo muchos otros soldados también tomaron fotos y videos sin tratar de ocultar que lo hacían. Poco tiempo después las imágenes se convirtieron en una especie de infección viral de los medios y fue imposible detener su propagación.

Harman podría, simplemente, ser una figura trágica y ridícula, una mujer ignorante y sádica que había sido víctima de la política de tortura impuesta por la administración Bush. Sin embargo, esta soldado es mucho más que eso, ya que se ha convertido en un símbolo de la inmoralidad inconsciente de los bajos niveles del ejército y refleja de manera contundente la confusión que afecta no sólo a las tropas invasoras sino al país entero.

En gran medida, Harman es un producto de nuestro tiempo: se trata de alguien que se apropia de la realidad gracias a un dispositivo tecnológico, en este caso la cámara digital, además de que cree que requiere de un dispositivo de memoria externo para poder asir sus vivencias. Como escriben Gourevitch y Morris, Harman declaró que la única manera que tenía para recordar era tomar fotos. ¿Puede ser posible olvidar atrocidades semejantes si no se las fotografía? La humanidad de la soldado depende del tamaño de la memoria de su cámara digital, según parece.

Al mismo tiempo, Harman sentía que debía interactuar con su entorno, aunque sea posando en sus fotos con hombres torturados. Así como los juegos violentos de video, y en particular los que se juegan desde el punto de vista del tirador, supuestamente insensibilizan a los jugadores, Harman parece haber descubierto que al ver el horror de la guerra a través del lente de la cámara podía poner una distancia y no sentirse afectada. Al mediatizar la realidad, al transformarla en entretenimiento podía controlar sus emociones.

En sus cartas a la mujer que ella llamaba su esposa, Kelly, Harman describe la situación de manera esquizofrénica, por un lado con sorna, por otra con compasión y de cuando en cuando con rechazo o indignación. Así, tras reírse de las humillaciones, luego se sentía mal y más tarde planeaba reunir sus fotos para en algún momento hacer un dossier para revelar lo sucedido. Este presunto objetivo parece poco creíble o por lo menos mal concebido, ya que si pensaba realmente en denunciar a alguien, sus fotos donde aparece sonriente la incriminaban. Pero más grave aún es que esas fotos no muestran a los culpables de la tortura (salvo en pocas ocasiones), sino sólo a las víctimas, como señalan Gourevitch y Morris.

Estas imágenes crueles (que evocan otros mórbidos souvenirs de guerra como las orejas o dedos cortados a enemigos caídos), más que ser trofeos o artículos coleccionables, se volvieron evidencias criminales una vez que fueron a parar a Internet, donde se convirtieron en el foco de infección que habría de desatar una pandemia. Algunas de estas imágenes se tornaron íconos, como aquella del hombre con los brazos extendidos, cubierto únicamente con una cobija que parece una sórdida capucha y conectado a cables mientras mantiene el equilibrio sobre una caja. La imagen tiene un extraño tinte que evoca rituales extraños, ceremonias primigenias o penitencias religiosas, de ahí su poder hipnótico y desolador. Podría casi tratarse de la imagen publicitaria para un filme de horror.

Luego quedó claro que las acciones que Harman fotografió eran parte de un programa amplio de tortura coordinado entre contratistas y el ejército en varias prisiones, y dirigido desde los círculos más altos del gobierno de Bush, en particular por el vicepresidente Dick Cheney y el entonces secretario de Defensa Donald Rumsfeld. Unos cuantos soldados fueron a la cárcel, otros fueron degradados o dados de baja. Mientras tanto, el costo político para los autores intelectuales de esos crímenes fue nulo: nadie en la cúpula del poder civil o militar sufrió consecuencia alguna por esto.

Las imágenes de Abu Ghreib, como otros poderosos documentos y testimonios de nuestra era, deben su existencia y popularización a la tecnología digital. Se han perdido en el diluvio caótico de la información indiferenciada de la mediósfera y su legado más lamentable es que, a fuerza de verlas incesantemente, nos han vuelto más tolerantes a la atrocidad, más cínicos y más propensos a creer tan sólo en las pruebas que convienen a nuestras convicciones. La guerra en la que el control de la información se ejerció con más eficiencia que nunca fue a perder el control de sus imágenes por culpa de las propias tropas estadounidenses y no de los medios de comunicación.

La ceremonia del porno, de Andrés Barba y Javier Montes

Desenterré esta vieja crítica al ensayo ganador del premio Anagrama de 2007

Publicado originalmente en la revista Letras Libres de Enero de 2008

Desde la primera página de La ceremonia del porno, Andrés Barba y Javier Montes ponen en claro que no tienen paciencia alguna para la jovialidad (el humor nervioso, la gracejada y el chiste guarro mediante el que algunos autores intentan aligerar un poco el impacto de las imágenes pornográficas) y que de hecho prefieren “la franqueza de posturas abiertamente hostiles”. Y al llegar el final del libro afirman: “… ya se ha visto que los defensores del porno resultan a menudo mucho más peligrosos que sus detractores a la hora de acercarse a una buena comprensión de la naturaleza de lo pornográfico…”. No puede más que parecer sorpresivo que, para estos autores, la verdadera amenaza cultural no son los censores que abogan por suprimir obras, encarcelar “pervertidos”, prohibir la difusión de materiales, imponer mutilaciones a libros, películas y toda clase de obras de arte, no por motivos estéticos ni de comprensión, sino por dogmas, atavismos y ataduras morales…

Barba y Montes abordan este controvertido tema con un tono que de entrada parece apropiadamente provocador, al intentar poner en evidencia “la falsa invulnerabilidad” del estudioso de la pornografía. Los autores piensan que “es imposible no sentirse perturbado en lo más hondo de uno mismo al ver porno”. Eso hace del género una especie de criptonita académica, una fuerza capaz de desarticular cualquier discurso intelectual por la fuerza del deseo. Esta conjetura es el equivalente moderno al mito del espectador de porno como bestia sexual.

Barba y Montes aseguran que no tratan de analizar los códigos visuales de la imagen pornográfica, ni de deconstruir sustextos, repasar su historia o estudiar su incidencia social. Lo que realmente quieren es ridiculizar los estudios sobre lo porno, por lo que revelan las supuestas “triquiñuelas” de “casi cualquier libro o ensayo acerca del tema”, los cuales, según ellos, inevitablemente pasan por definir el concepto de lo porno y luego se cubren las espaldas al introducir a un imaginario “coro de puritanos y furibundos que servirán de interlocutores”. Pocas líneas después, ellos mismos se lanzan a definir el concepto de lo porno y, en el capítulo “Pornografía y narración”, arrancan cubriéndose, a su vez, las espaldas al exponer supuestas quejas recurrentes de su propio coro de pornófobos.

De Linda Williams, autora de una de las obras seminales (en más de un sentido) del género, Hard Core, Barba y Montes escriben: “… por lúcida y rigurosa que sea su aproximación a lo porno, por higiénica desde un punto de vista intelectual frente a las antiguas contraposiciones pornófilas / pornófobas, no acaba de resultar satisfactoria”. La insatisfacción se debe aparentemente a que los autores perciben “algo forzado en esa franqueza” de Williams. También apuntan que D.H. Lawrence es un “mentecato”, y prometen volver sobre su opúsculoPornografía y obscenidad para explicarse, pero esto no sucede. Y señalan que Walter Kendrick no desarrolló cabalmente una definición de lo porno en relación con el “secreto” en su libro El museo secreto (lo cual es una acusación descabellada, ya que su objetivo era desempantanar la discusión acerca de lo que se entendía como pornográfico en 1967); que Umberto Eco “… no deja tampoco por ello de equivocarse en lo fundamental”; que Baudrillard “acierta en lo circunstancial pero se equivoca en lo esencial”; que Bruckner y Finkielkraut “resumen una opinión muy errónea y muy ampliamente difundida con respecto al cuerpo pornográfico”; que Sontag cae en la misma sinuosidad mental respecto a lo porno de la que más adelante se burla, y que el fotógrafo Eadweard Muybridge “está muy lejos de percibir las consecuencias de su hallazgo”. Estos peregrinos comentarios se van revelando como una auténtica compulsión, una urgencia por abrirse paso a codazos mediante la descalificación y la descontextualización.

Ahora bien, las críticas que hacen a sus fuentes podrían parecer arrogantes y joviales, pero en realidad preocupan, en tanto que pueden verse como fruto de una negligencia desdeñosa y carente de rigor, la cual se manifiesta en una bibliografía incompleta e informal que omite las obras por ellos mencionadas de Jass, Leiris, Allais, Austin, Crisipo o Schelling. Y al hablar de falta de rigor tenemos que señalar lo irritante que resultan las repeticiones, algunas de las cuales es de suponer que responden a motivos retóricos, pero otras simplemente se deben al descuido, como aquella afirmación, por demás incongruente, de que “el cuerpo es el agujero negro” (pp. 127 y 132). Los agujeros negros devoran la materia e incluso la luz y no “proporcionan información alguna sobre lo no visible que queda más allá del cuerpo”. Las repeticiones quizás se pueden atribuir también al hecho de que dos mentes trabajen el mismo libro, y tal vez ésa sea la causa de que se incurra en ciertas contradicciones que podrían parecer graves, como por ejemplo que los autores afirmen que “ver porno es fácil” (p. 17), mientras que en la página diecinueve señalan que “el porno es enormemente exigente con su usuario. Quizás el más exigente de los géneros que le tientan y a los que pueda aproximarse”. ¿O será que, en vez de contradicciones, lo que tenemos son ejercicios dialécticos, y estamos ante un debate y no un ensayo?

La actitud francotiradora de los autores puede parecer ingeniosa, iconoclasta y por momentos divertida, pero finalmente La ceremonia del porno desilusiona: aunque da atisbos de verdadera originalidad, derrocha pretensiones.